El desierto cuaresmal, oasis para el corazón

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Estamos en pleno ‘gran viaje’ por el desierto, donde se nos ofrece una enseñanza para ser desentrañada. Se trata de un terreno árido, pedregoso, con apenas matorrales. Este espacio, que asociamos a la sed, es precisamente donde podemos encontrarnos con la Fuente. La Cuaresma no es, por ello, una llamada a desertar, sino a entrar en el desierto.

La gran tentación del diablo a Jesús en este espacio poco tiene que ver con piedras, reinos o con hacer puenting -sin cuerdas-. La provocación se encierra en el sibilino “Si eres Hijo de Dios…”. Justo antes de comenzar esta andadura, el Señor fue bautizado en el Jordán. El Maligno pretendía introducir la sospecha a Jesús sobre lo que acababa de suceder: “Tu eres mi hijo amado, el predilecto”.

El primer acto, la invitación a convertir las piedras en panes, viene a ser la instigación para que uno mismo se produzca el alimento, sin necesidad de recibirlo de otro. Por el contrario, nuestro nutriente principal debe ser la palabra de Dios, que nos invita a la confianza en Aquel que cuida providencialmente de nosotros.

En un segundo momento, el diablo trata de presentar a Jesús como verdadero algo que no lo es, sirviéndose de la mentira y el engaño. En definitiva, le invita a instalarse en poderes mundanos, rechazando la Cruz. La tentación es la de buscar el ‘instante feliz’ por si acaso la promesa no se cumple. Pero el Reino de Jesús no es de este mundo… El poder de Jesús es precisamente un no-poder.

La tercera tentación es pedir a Jesús que realice un signo extraordinario, algo espectacular. Dios, sin embargo, no se deja manipular. Su plan siempre es mejor -siempre-, más allá de cualquier estrategia humana.

El Espíritu nos empuja al desierto para descubrirnos esas verdades de nuestra vida que nos resultan difíciles de entender en lo cotidiano. Se trata de un espacio donde se alcanza nitidez, profundidad. En este sentido, si hay algo que resulta decisivo y revelador es descubrir la propia vocación, que da un horizonte nuevo a la vida. Los tres actos en los que se divide la travesía de Jesús nos pueden ayudar desde tres claves vocacionales para escudriñar esta Cuaresma.

En primer lugar, la vocación -decía san Juan Pablo II- es una llamada a la vida; a recibirla y a darla. La escucha de su Palabra nos pone en el camino adecuado para una vida fecunda, entregada por y para los demás. Lee el Evangelio de hoy, y pregúntate: ¿Qué dice, que me dice y qué le digo yo al Señor?

Por otra parte, Dios no nos promete un éxito mundano, sino una vida fecunda. Nuestro corazón anhela entregarse a fondo perdido, y es precisamente ahí donde encontramos la ganancia. La llamada exige renuncias, lo sabemos, pero en esa misma medida encontramos una existencia plena. ¿Qué estás dispuesto a dejar por el Dador de todo?

Por último, siempre tenemos la tentación de esperar que Dios nos manifieste su voluntad a través de un signo extraordinario. El Señor se nos revela en lo cotidiano, provocando un eco en el murmullo de nuestro corazón. Atento a las circunstancias: ¿Por dónde te está empujando el Espíritu?

El discernimiento vocacional implica así atravesar un desierto, para alcanzar la promesa de felicidad que se encierra en cada vocación. Este descubrimiento nos llena de gozo, pero nos exige la renuncia de salir de nosotros mismos o enfrentarnos a una situación que no dominamos.

El desierto no admite posturas intermedias. O lo atravesamos decididos hasta alcanzar la meta, o salimos huyendo para retornar al punto de partida. La única manera de cruzarlo airoso es con un corazón de hijo, que se distingue por vivir con la boca abierta. En un sitio tan inhóspito para el cultivo del trigo, sólo cabe estar dispuesto a recibir el pan. De la misma manera, para descubrir nuestra vocación sólo cabe descentrarse, y mostrar una apertura total a lo que Dios ha pensado para nosotros desde toda la eternidad. La vocación siempre es algo a recibir, y después a poner en juego.

¿Dios te llama al sacerdocio? Entrégate; para calmar la sed de Dios que tienen los hombres, para que la presencia de Dios haga de este mundo un lugar menos… desierto.

P. Iván Sánchez Villalón

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